Donde la lumbre nunca se apaga:
Comedores comunitarios autónomos protegen el derecho a la alimentación de personas migrantes en tránsito
Texto: Alondra Reséndiz Ascencio y Metztli Molina Olmos
17 de abril, 2024
Migrar implica una drástica disminución de la frecuencia alimentaria, datos recabados para esta investigación muestran que casi la mitad de las personas en tránsito redujo su alimentación a sólo una comida al día, siendo agua, tortillas y galletas los alimentos más comunes. Frente a la ausencia por parte del Estado mexicano para garantizar el derecho a la alimentación de la población en tránsito en la frontera sur de México, los comedores comunitarios autónomos luchan contra el hambre y el trato inhumano al que se enfrentan las familias e infancias migrantes.
No importa quién cruce la puerta de esta casa. Si es alguien familiar o desconocido, si viene de territorios lejanos o vecinos, si es una señora o una niña. La pregunta siempre es la misma.
—¿Ya comiste?
Quien pregunta es Filadelfo Deciderio Aldaz, aunque prefiere que le digan ‘Fila’ y que su nombre se escriba así: Filadelfx.
La casa está ubicada en la periferia de la ciudad de Oaxaca de Juárez, a una media hora del Centro Histórico. Se trata de la cocina comunitaria autónoma Nkä’äymyujkëmë, que en lengua ayuujk (mixe) significa ‘‘Comamos todxs”.
Aquí, todos los días, Fila y otras personas preparan ollas gigantes de comida que reparten a población migrante en tránsito por el sureste de México. Además, esta casa, a la que les gusta llamar ‘‘la comedora’’, funciona como refugio para personas en situación vulnerable.
—El espacio comunitario que sostenemos es principalmente para sobrevivir al hambre. Es absurdo que las familias y las infancias migrantes estén padeciendo hambre y un trato tan inhumano —asevera Fila en entrevista—. Yo me pregunto constantemente si eso es normal y creo que no es normal que se les trate de esa manera. ¿No sería más digno poder encontrar un espacio donde puedan descansar, donde puedan encontrar comida, donde podamos cohabitar?
Migrar implica una disminución drástica en la frecuencia alimentaria durante el tránsito. De acuerdo con datos recabados para este reportaje, poco más de la mitad de las personas en movilidad comían 3 veces al día en su país de origen; en contraste, solo 9 de cada 100 pudieron hacerlo durante su tránsito. Casi la mitad de las personas migrantes redujo su alimentación a sólo una comida al día. Estos resultados evidencian un acceso sumamente limitado a alimentos para las personas en tránsito por México.
Los datos de esta investigación fueron recabados durante el proceso de ‘‘la cocinada’’ y compartición de alimentos en la comedora Nkä’äymyujkëmë, en Oaxaca de Juárez, así como en el comedor Corazón sin fronteras y en el comedor de La 72, Hogar-Refugio para Personas Migrantes, ambos en Tenosique, Tabasco, durante octubre y noviembre de 2023.
A través de 141 cuestionarios, fue creada una base de datos para conocer aspectos relacionados a la alimentación de las personas migrantes en tránsito por el sureste del país y la incidencia de los comedores comunitarios autónomos en su trayecto.
La comedora Nkä’äymyujkëmë inició sus labores en junio de 2021 compartiendo alimentos con gente que no podía acceder a ellos debido a los estragos de la pandemia de covid-19. La pérdida masiva de empleos, el cierre de negocios y calles durante la emergencia sanitaria, dejó a miles de personas sin sustento económico para acceder a lo más elemental para vivir: la comida.
—En una crisis humanitaria como lo fue la pandemia del coronavirus tuvimos que construir otras cosas colectivas que nos permitieran tener un espacio para alimentarnos y sobrevivir —explica Fila—. Así nació la comedora, como ese sueño de tener un espacio donde llegar, descansar y tener un poquito de alimento.
En condiciones de movilidad, el hambre es, muchas veces, la necesidad primaria y urgente para miles de mujeres, hombres, infantes, adolescentes y sexodisidencias en tránsito para continuar su camino.
De acuerdo al análisis de los cuestionarios realizados, lo que más comen las personas migrantes en su paso por el sureste de México es pan con agua, tortillas y galletas, pues es lo más barato y lo que “les quita el hambre’’ con rapidez.
Diariamente, Fila y otras personas voluntarias reparten de 250 a 300 platos de comida en la capital oaxaqueña. Al mes, esto se traduce en un total aproximado de 8 mil 400 personas migrantes en tránsito que reciben alimentos, mismos que son producto del trabajo colectivo de quienes eligen cocinar como una forma de cuidar.
Un trabajo de varias horas
En la frontera sur de México, a unas 15 horas en carretera desde Oaxaca de Juárez, vive Amanda Quip. Ella y su familia sostienen con sus propios recursos el comedor Corazón sin fronteras, en el poblado La Palma, Tenosique, Tabasco.
La preparación de alimentos empieza desde temprano. A las 5:30 de la mañana, Amanda ya está pensando qué va a preparar para el desayuno. Su decisión depende del número y origen de las personas alojadas en “la palapa”, la estructura física del comedor que también funciona como refugio, al lado de la iglesia del pueblo.
En septiembre y octubre del año pasado estuvieron alojadas, en promedio, 50 personas. La primera quincena de noviembre, de 4 a 10. Cualquiera que sea el caso, Amanda contempla tres tiempos de comida, para cada caminante, todos los días.
—A veces me vengo a sentar como a las 2 de la tarde. O me siento un ratito a la hora que me toca desayunar a mí, pero ya de ahí me tengo que apurar porque voy a hacer el almuerzo —plantea Quip en entrevista—. A las 2 que ya preparé el almuerzo, yo ya sé que van a cenar también.
De 2017 a 2021, Amanda y su familia lograron que la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) construyera “la palapa”. Pero fue mucho antes, desde 1988, cuando la familia Quip comenzó a compartir bolsas de agua a las personas en tránsito. No pudieron ignorar lo que sucedía en su pueblo fronterizo.
—Un día nos enteramos que falleció un migrante allá en unos cañales. El diagnóstico fue que murió de sed y yo me sentí muy miserable —lamenta Amanda—. Yo dije “híjole, a lo mejor no le dio tiempo de salir a pedir un vaso de agua o a lo mejor hay personas que también se lo niegan”. Y eso lo mató.
Han transcurrido 36 años en los que Amanda ha postergado visitas a sus familiares en otros estados de México, o se ha quedado en casa cuando estaba a punto de salir porque prioriza la alimentación de las personas migrantes que llegan de repente y a cualquier hora, con hambre, sed y heridas.
En México, el 49.4 por ciento del tiempo total de trabajo de la población de 12 años o más, corresponde al trabajo no remunerado, de acuerdo con la Encuesta Nacional sobre Uso del Tiempo (ENUT) 2019. Es decir, 5 de cada 10 horas contribuyen a la economía del país, sin que medie algún pago por ello.
La cifra anterior no contempla el trabajo no remunerado en los comedores comunitarios autónomos. La ENUT no lo incluye en las categorías No Remunerado Voluntario y Comunitario.
Sin embargo, la economista Amaia Espinel González, señala en su tesis La Economía de los Cuidados: Base de la Reproducción Social de la Vida que “cuidar no sólo significa hacer una serie de tareas, sino que es un estado mental. Es una disponibilidad continua, un trabajo en el que se piensa las 24 horas del día, por eso es muy difícil medir este tiempo en una serie de horas y minutos”.
Alimentar a fuego lento
Un niño vestido con un mameluco de dinosaurio está sentado en el piso de la terminal de Autobuses Unidos, en Oaxaca. Su comida favorita es la arepa, pero en este momento está comiendo arroz y frijoles. Hace poco cumplió 7 años. Cuenta que festejó su cumpleaños en un Centro de Movilidad Migratoria en Monterrey, antes de haber sido deportado por cuarta vez.
—No pude comer torta [pastel], pero pude jugar mucho durante el día.
Está en compañía de otro niño, también vestido de dinosaurio, que es su hermano de 11 años. Además, está su hermana de 17, su madre y una tía. Él y su familia son desplazados de Bogotá, Colombia, a causa de la violencia sistemática. Su objetivo es llegar juntos a los Estados Unidos.
Para Fila, cocinar en la comedora Nkä’äymyujkëmë y el cuidado colectivo son parte del trabajo comunitario. Desde las 9 de la mañana convoca, a través de redes sociales, a personas que quieran ser voluntarias para preparar los alimentos del día y pide donaciones en especie o económicas para conseguir los ingredientes y para transportar la comida.
—El proceso de la comida, de la preparación y de todo lo que antecede a un plato es muchísimo trabajo y organización —asegura Fila—. Esto también es trabajo, pero a este sistema capitalista se le olvida que hasta para respirar tenemos que comer.
La cocinada pasa por varios pasos que requieren tiempo y energía: suministrar el gas, cargar garrafones de agua, conseguir kilos de verduras en la recaudería local, cargar las bolsas de regreso a la comedora, lavar los ingredientes que así lo requieran, pelar, picar, cocer, freír, sazonar, probar, lavar los trastes, compostar los residuos orgánicos.
Cuando los guisados están listos, ya son las 3 o 4 de la tarde. Fila y quien le acompañe, cargan hacia la calle tres ollas que contienen cerca de 15 kilos de alimentos calientes y una mesa plegable. Consiguen un taxi que les traslade a algún punto donde mujeres, hombres, infantes, adolescentes y sexodisidencias en tránsito pasan días y noches esperando seguir su paso.
—Compartir la comida es sentarnos a hablar de las emociones, de cómo nos sentimos a diario. En un espacio laboral pues no se habla de eso —narra Fila—. No hay espacios en donde podamos llegar y decir: pues aquí quiero sentirme sin ningún insulto, sin violencia, sin ninguna mirada acosadora. Quiero sentirme sin hambre, quiero sentirme descansando. Desde ahí compartimos.
Son tres lugares en los que la comedora comparte alimentos de manera intercalada: la central de Autobuses de Oriente, la terminal de Autobuses Unidos y el Jardín Morelos. Todos ubicados en los alrededores del Centro Histórico.
Al llegar, Fila pone la mesa y entre varios bajan del taxi las pesadas ollas. Alguien grita “¡comida gratuita!”, “¡vengan a comer!”. Decenas de personas comienzan a acercarse y se forman: “¡primero mujeres e infantes, por favor!”, anuncia Fila. Comienza la compartición de comida. Un cucharón se hunde entre el arroz con verduras y los frijoles calientitos.
Mientras esto ocurre hay silencios, risas, a veces llanto, intercambio de palabras e historias. La gente se sienta en las banquetas o en el piso para comer. Algunas personas piden 3 o 4 raciones para sus familiares. Otras, que ya han terminado de alimentarse, se acercan y dicen con distintos acentos y emociones: ‘‘está muy rico’’, ‘‘muchas gracias, que mi dios me los bendiga’’, ‘‘lo que hacen es una bendición, es mi primera comida del día’’.
—Lo que compartimos es también lo que comemos quienes colaboramos. No es una cuestión de ayuda filantrópica, ni caritativa o asistencialista —aclara Fila—. Lo que hacemos aquí es organizarnos de la manera menos pesada en cómo conseguimos y preparamos la comida sin sentirnos obligades a tener que venir a colaborar. Porque no se trata de eso, sino de venir a acompañarnos, a acuerparnos. Hay días en los que es muy pesada la chamba porque de pronto sí cocinamos mucho.
A veces, la comida no alcanza para todos. Por eso, algunas personas deciden priorizar los alimentos para algún familiar.
De acuerdo con los datos obtenidos, cerca de la mitad (48 por ciento) de las personas en tránsito que pasa por estos comedores prefiere dar su comida a algún integrante de su familia a la hora de alimentarse. Lo hacen 3 de cada 10 hombres y 2 de cada 10 mujeres. Protegen principalmente a las infancias, seguidas de mujeres embarazadas.
Las ollas quedan vacías. Ya es de noche. Fila y los demás recogen la basura, platos y cubiertos desechables. Regresan a la comedora con los trastes sucios y con los sentimientos revueltos.
Cuidar los suministros
A 40 minutos del pueblo de Amanda Quip, en Tenosique, Tabasco, se encuentra La 72, Hogar-Refugio para Personas Migrantes. Este proyecto fue fundado por la orden religiosa franciscana y su objetivo es dar atención integral a las personas migrantes que pasan por la frontera sur de México. Además de los religiosos, quienes sostienen el refugio son un equipo laico (y remunerado), junto con voluntarios y personas en movilidad que se refugian ahí por días o meses.
Los cuestionarios nos revelan una población en tránsito diversa: el rostro que más se asoma a los comedores es el de un hombre venezolano de alrededor de 29 años, edad promedio entre las personas encuestadas. Sin embargo, los paladares que se alimentaron de los comedores son sumamente diferentes: hay mujeres de nacionalidad colombiana, guatemalteca y nicaragüense casi en la misma proporción que sus pares varones, y hay hombres y mujeres entre 11 y 72 años.
Una de estas personas es una mujer colombiana que se refugió en “La 72” una mañana de noviembre. Mientras partía jícamas en la cocina, lanzó un comentario: “Pero esto no se puede comer crudo”. Entre risas y relajo del grupo que cocinaba, Guadalupe Méndez, encargada de la cocina en el refugio, sonríe y responde que sí.
Las jícamas son una parte de las donaciones que comerciantes o particulares hacen al Hogar-Refugio; la disponibilidad de alimentos depende por completo de ellas.
Cada quincena, una comitiva sale en una camioneta a la Central de Abasto de Villahermosa, capital de Tabasco, donde recolectan frutas y verduras que son descartadas por “feas”, pero que son comestibles y están frescas.
—Viene la verdura y se empieza a depurar porque viene revuelto todo en una caja. Viene, que si zanahoria, que si papa, cebolla, chile, y cuanta cosa, todo eso se va depurando y se va seleccionando —enlista Guadalupe—. Y normalmente mandan tomate. Ese tomate se va escogiendo el malo y el bueno, el malo y el bueno. El bueno se guarda y el malo se lava, se pica y hago salsa de tomate, puré de tomate.
Todo lo aprovechan en “La 72”, no hay desperdicio. Para no malgastar la leña, sólo usan dos de los cuatro fogones disponibles. Además, tienen un sistema para filtrar el agua que utilizan para beber y cocinar.
Una comisión de personas migrantes refugiadas en
‘‘La 72’’ prepara los alimentos del día. Crédito: Metztli Molina Olmos
La comedora Nkä’äymyujkëmë también depende 100 por ciento de las donaciones, tanto en especie como de forma económica. Así compran las verduras, los garrafones de agua, el gas, pagan la renta de la casa y los taxis donde transportan la comida. En pocas ocasiones han ido a la Central de Abasto de Oaxaca a recaudar alimentos, pues implica una gestión de tiempo, energía y transporte con la que no cuentan.
—Todo lo que está dentro del espacio ha sido donado. Muchas cosas las compramos gracias a donativos de muchas asociaciones no gubernamentales —subraya Fila—. Aquí hay herramientas con las que podemos cocinar, entonces gestionamos qué podemos preparar, pedimos en redes virtuales o de manera personal los recursos para compartir el alimento.
En el comedor Corazón sin fronteras, 80 por ciento de los insumos es auspiciado por la familia Quip. El otro 20 por ciento lo aportan las asociaciones civiles Mujeres, Organización y Territorios (MOOTS) y Fondo Semillas.
Lo que más donan son productos enlatados, pastas, frijoles, arroz, aceite y avena. Los alimentos locales que se utilizan son, por ejemplo, algunas especies de papa, limones y frutas de temporada, pero no son ni el 10 por ciento de los ingredientes que se usan.
En la cocina de “la 72” se ocupan 240 litros de agua por día, que son recaudados de la llave con un sistema de filtrado, en garrafones de 20 litros. En el comedor Corazón sin fronteras utilizan de 20 a 40 litros de agua embotellada, los cuales compra la familia Quip con sus propios recursos. Por su parte, la comedora Nkä’äymyujkëmë usa, al menos, 2 o 3 garrafones de 20 litros al día.
Estas cantidades son usadas en la preparación de alimentos, sin embargo, a estas cifras hay que añadir el agua potable utilizada para lavar vegetales y trastes. Actualmente, Oaxaca se encuentra en una crisis de suministro de agua que ha impactado en comedores, hospitales, escuelas y viviendas.
Paloma Villagómez, profesora investigadora en el Departamento de Sociología de la Universidad de Guadalajara y especialista en temas sobre pobreza, alimentación y desigualdad, considera en entrevista que hay oportunidad para pensar los comedores como espacios de nutrición con la potencialidad de tejer redes de intercambio con productores locales o cadenas cortas de abasto.
“Pero son procesos que implican trabajo, mucha logística, redes. Y cuando se trata de comida estás compitiendo contra el tiempo y con una necesidad muy básica, que además, se repite varias veces al día. Y no siempre tienen demasiado tiempo, ni recursos, ni equipamiento para procurar esa parte”.
Cuidar los estómagos
A pesar de las limitaciones, las integrantes de los comedores se esfuerzan por cuidar los estómagos. Fila evita el uso de condimentos y productos procesados, prefiere sazonar con hierbas. Guadalupe, en “La 72”, tampoco usa sazonadores que no sean plantas frescas o secas.
En ninguna cocina se usa chile integrado con los alimentos, y cuando las condiciones lo permiten, incluyen plátano u otros comestibles del gusto de las personas en tránsito.
“Casi inconscientemente incorporamos la dimensión del gusto a lo que preparamos para nosotros y para otros, porque tiene que estar ahí. Entonces sí es muy relevante, pero no al grado de que sea una barrera cultural infranqueable”, apunta Villagómez.
Amanda Quip recuerda algunos momentos en los que personas en tránsito preferían algunos alimentos sobre otros.
—Por ejemplo, el venezolano a veces no tiene ganas ni que le mienten el atún ni la sardina porque al pasar el Darién eso es lo único que comen, puras cosas enlatadas.
El Darién es una selva de difícil tránsito que separa Colombia y Panamá. Su suelo fangoso, ríos y montañas impiden caminar con facilidad y rapidez. Aunado a esto, grupos criminales amenazan la seguridad de quienes transitan por ahí. No todos logran sobrevivir, y si lo hacen, llevan consigo marcas físicas, psicoemocionales y estomacales.
—En otra ocasión les pregunté a unas señoras hondureñas, que tenían tres días de estar aquí, que si comían sardinas. Y me dicen “mamita, cómo no vamos a comer las sardinas”. Pero ellas no pasan por esa ruta del Darién. Entonces, puse a sofreír cebolla y tomate bien rico porque sólo destaparon las latas y ya se las querían comer así.
Aunque las personas que llegan a “la palapa” ofrezcan ayuda, Amanda prefiere que descansen, al menos los primeros días (si es que no continúan inmediatamente sus rutas).
“Es una manifestación del sostenimiento de la vida muy directa. Cuando comes, cuando cocinas para otros hay muchas cosas de las que no te desprendes, como el cuidado a que las cosas estén de un modo, que estén limpias, que sean comestibles, que ojalá estén ricas, que sean suficientes, variadas. Una pretensión muy básica de que les guste”, comenta Villagómez. “Entonces hay mucha afectividad puesta en el cuidado del cuerpo del otro. Al final le estás diciendo: descansa, tómate un tiempo, come, restablécete, restáurate un rato aquí, convive con la gente”.
Políticas migratorias restrictivas
Como consecuencia de la violencia sistemática, la crisis de gobernabilidad de los Estados y la emergencia climática, la frontera sur de México experimentó un flujo migratorio histórico en 2023: aproximadamente un millón de personas migrantes transitaron por la región. Esta cifra es la más alta registrada en la última década, de acuerdo con el Centro de Dignificación Humana (CDH).
En cuanto a la diversidad de población en movilidad que circuló en el país durante el año pasado, se registró un gran número de mujeres (incluidas mujeres embarazadas y lactantes), infantes (no acompañados y separados de sus familias durante su tránsito), población indígena, personas de la comunidad LGBTQ+ y personas en situaciones de vulnerabilidad.
Con el alza en el flujo migratorio, la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR), dependencia de la Secretaría de Gobernación de México, registró un récord de 141 mil 053 solicitudes de asilo en el país al cierre de 2023, lo que representa un aumento interanual de 18 por ciento.
El presupuesto federal que se destina a la COMAR es insuficiente para atender a la población en movilidad.
La Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) proporciona un apoyo significativo a la COMAR. Según datos del organismo internacional, en 2023, ACNUR le entregó 118 millones 100 mil pesos. Este monto es 2.4 veces mayor que el presupuesto federal asignado que fue de 48 millones 339 mil pesos. Por otro lado, de acuerdo con datos de la COMAR, en 2019 los solicitantes de refugio en México eran 70 mil 234, para 2023 la cifra se incrementó a 141 mil, es decir, se duplicó: el incremento no se reflejó en la variación porcentual del presupuesto de Servicio de Migración y Política Migratoria, que de 2019 a 2023 solo ha tenido una variación de 33 por ciento.
Una de las respuestas del gobierno mexicano frente al aumento del flujo migratorio en el país son las estancias y estaciones migratorias. Sin embargo, de acuerdo con un informe de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), las condiciones de estas instalaciones no garantizan el derecho de un trato digno a las personas migrantes detenidas. Esta medida ha sido cuestionada por organizaciones y activistas.
Las condiciones de estas instalaciones no garantizan el derecho de un trato digno a las personas migrantes detenidas, de acuerdo con un informe de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH).
“En su mayoría, las condiciones son indignas, al no existir áreas específicas para ingerir alimentos, para dormir, ni un entorno adecuado para la recreación o para aquellas que se encuentran en una situación especial de vulnerabilidad”.
En el documento también está consignado que, de 2019 a 2022, el Instituto Nacional de Migración (INM) fue una de las cuatro instituciones más señaladas por presuntas violaciones a los derechos humanos. En 2022, Tabasco y Oaxaca se encontraban entre las diez entidades con más quejas al respecto.
No existen datos sobre el presupuesto público que el gobierno destina a estos lugares. En octubre pasado, el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI) ordenó al INM dar a conocer los recursos que se emplean en gastos de operación de cada una de las estaciones migratorias y estancias provisionales de 2018 a 2023. Esta solicitud sigue sin respuesta.
En el país no existe ninguna política pública destinada a brindar soporte de forma integral a miles de mujeres, hombres, sexodisidencias, infantes y adolescentes en movilidad.
Ante estos escenarios, organizaciones comunitarias o religiosas, buscan alternativas para atenuar las dificultades que enfrentan las personas en tránsito. Por ejemplo, el único refugio que opera en la capital de ese estado es El Centro de Orientación del Migrante de Oaxaca (COMI) y pertenece a grupos religiosos. Tiene una capacidad para atender a 50 personas. Esto es insuficiente si se toma en cuenta que, en Oaxaca, el flujo migratorio se triplicó durante 2023.
Sin un indicador preciso que pueda medir el flujo migratorio, las cifras sobre detenciones en este territorio lo revelan: en 2021 se detuvieron a 13 mil personas migrantes, en 2022 aumentó a 52 mil y hasta octubre de 2023, sumaron al menos 170 mil, de acuerdo con datos del INM.
Sin otras medidas gubernamentales, el área jurídica del Instituto de Atención al Migrante Oaxaqueño (IAMO) se encargó de trasladar a las personas migrantes al COMI.
El Instituto Nacional de Migración organizó una mesa de trabajo con el Instituto de Atención al Migrante Oaxaqueño y organismos internacionales.
Resultado de este encuentro (realizado en junio de 2023, tres meses después del incendio en la estación migratoria en Ciudad Juárez, donde murieron 39 personas migrantes) algunas trabajadoras del IAMO crearon estrategias que presentaron a las autoridades estatales.
—Nosotros ya teníamos módulos de atención al migrante, eso nos daba mucho chance de hablar con las personas y teníamos un panorama bastante amplio. Hicimos un plan a corto, mediano y largo plazo de atención integral que contemplaba atención psicológica, salud médica, niñez y género. La respuesta del gobierno de Oaxaca fue “hagan algo que no requiera presupuesto” —relata “Marta”, exservidora pública del IAMO, quien decidió proteger su identidad para este reportaje.
En septiembre el gobierno estatal estableció el Centro de Movilidad Migratoria en San Sebastián Tutla, municipio ubicado a unos 7 kilómetros de la capital oaxaqueña, donde Fila y otros integrantes de la comedora comunitaria se trasladaron para compartir alimentos.
—No había regaderas y los baños estaban en condiciones muy horribles. Había casos de adolescentes e infantes que tenían infecciones en vías urinarias y no les daban medicina —narra “Marta”—. Cuando llegaban a dar los servicios de alimento eran por donaciones, realmente quienes sostenían este espacio eran las personas que llevaban comida, ropa y suministros.
Las estancias migratorias provisionales no ofrecen alimentos ni atención médica, a pesar de que el gobierno aseguró que contarían con servicios básicos como instalaciones de saneamiento, agua potable y servicios de salud, debido a que la población migrante puede pasar días enteros detenidas en estos lugares.
—Se estuvieron dando detenciones arbitrarias por parte de INM, no sé si se enteraron de que había retenes y había muchísimas detenciones —explica ‘’Marta’’—. Lo que hace el INM es trasladar a las personas migrantes a estos Centros de movilidad, pero eso no garantiza un trato digno.
En situaciones de migración, garantizar el derecho a la alimentación es crucial para proteger la dignidad e integridad de las personas desplazadas. Este derecho está reconocido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y busca garantizar que todas las personas tengan acceso a una alimentación adecuada y nutritiva, sin tener que enfrentar dificultades extremas para obtenerla.
Los comedores comunitarios son un espacio de encuentro donde convergen miles de historias, nombres y sueños. Las personas migrantes que se alimentan de las cocinas visitadas durante esta investigación, generalmente no lo hacen solas. De acuerdo con los cuestionarios realizados, 6 de cada 10 personas refirieron haber salido de su país acompañadas de algún familiar.
El 88 por ciento de las personas encuestadas comió al menos una vez en ellos, y algunos lo han hecho 30, 15 y 10 veces, pero esa misma población no se alimenta en comedores gubernamentales. Sólo 2 de cada 10 han recibido alimentos por parte del gobierno. Asimismo, dijeron que durante su tránsito no conocieron comedores gubernamentales y que no comerían en ellos por miedo a ser retenidos.
—Cuando llegó Fila al Centro de Movilidad con las ollas de alimentos, dije “esto se va a ir volando”. La comida está muy regionalizada para la población migrante, o sea, es arroz, frijoles, plátano, cosas que saben que no les van a hacer daño en el estómago —relata “Marta”—. La comida es un apapacho, no sólo porque es lo que tienen que comer para sobrevivir, sino por lo que significa para ellos encontrar comida que les es familiar. Yo creo que eso es algo sanador.
Los infantes fueron los encargados de anunciar cuando llegaba la comida. “¡Traen postre, traen arroz!’’ gritaban contentos cuando las personas donaban alimentos en el Centro de Movilidad. Así informaban a los demás si eran platillos conocidos. Evitaban comer lo que contenía masa, como los tamales, porque les ha ocasionado diarrea y malestares estomacales que son complejos de atender cuando no cuentan con acceso a servicios médicos.
“Marta”, quien ha trabajado 7 años con población infantil y adolescentes en tránsito, implementó talleres de dibujo y juegos en el Centro de Movilidad de San Sebastián Tutla con el fin de conocer sus historias.
—A través de los dibujos empiezan estos relatos de vida tan fuertes y tan sorprendentes para mí. Un peque me contó que perdió a su mamá en el río de Guatemala. Estaba dibujando cuando le pregunté con quién viajaba y me contestó: ‘‘venía con mi papá y mi mamá, pero ella no logró cruzar’’. Muchos infantes ya están en modo supervivencia.
Atizar el fuego a pesar de los señalamientos negativos
A la familia Quip, su propia comunidad la ha señalado por alimentar a las poblaciones en movilidad, incluso algunas personas han intentado cerrar el refugio. Esto es particularmente doloroso para Amanda, pero continúa firme defendiendo derechos, anclada a su fe religiosa.
En una conferencia de prensa organizada por “la 72” en noviembre pasado, Azucena Zetina Quip, hija de Amanda, expuso que entre los obstáculos que enfrentan como «defensoras de la vida» se han encontrado con distintos tipos de acoso.
—Acoso a nivel comunidad, de autoridades de gobierno, dentro de nuestros mismos hermanos, de autoridades sociales y personas que se dedican al tráfico (de personas). En la comunidad estamos señaladas como las defensoras o somos las que ayudamos a los migrantes.
Hay días en los que la familia Quip considera dejar de dar alimento, refugio, curar las heridas. Pero Azucena dice que, justamente en esos momentos de duda, es cuando pasan más personas en tránsito y sin ayuda.
—Es cuando vienen más heridos, con más hambre, más sucios, más húmedos. No puedes, no puedes dejar las cosas así porque es cuando más necesitan —comparte Azucena—. Y eso es lo que da fuerza para decir “mi labor es esta y aquí tengo que seguir hasta que Dios quiera”. Porque no planeamos dejar nada tirado, pero sí hemos pasado muchísimos riesgos, hemos sido víctimas de acoso.
Amanda Quip tiene claro que si le prohibieran seguir defendiendo derechos preferiría irse a otro lugar, porque sabe que las personas migrantes, desde pueblos anteriores, ya están enteradas que en La Palma hay una familia a la que pueden acudir para hacer menos pesado su camino.
En Oaxaca, la comedora Nkä’äymyujkëmë también ha tenido problemas por defender el derecho a la alimentación. En noviembre del año pasado, la policía estatal realizó redadas en algunos puntos de concentración de personas migrantes en tránsito, evitando que la comedora siguiera con su labor esos días. En enero, Fila y otras personas que colaboran regularmente en la comedora, fueron detenidas por manifestarse contra la segregación y desplazamiento que ocasiona el turismo en la capital oaxaqueña.
“Los comedores comunitarios son espacios de interacción y reflexión política muy poderosos, donde se reúnen disidencias, donde puedes actuar un poco anárquicamente”, menciona Paloma Villagómez. “Son espacios muy efervescentes para el cuestionamiento. Espacios de redistribución o de equilibrio del poder frente a quien se supone que tendría que garantizar ciertas condiciones materiales básicas de existencia”.
La comida pasa por la lengua
Cuando termina la jornada de Guadalupe Méndez en la cocina de “la 72”, alguna persona alojada en el Hogar-Refugio se encarga de relevarla. En noviembre del año pasado, le tocó a “Malu” (decidió cambiarse el nombre por temor a grupos criminales).
“Malu” no emigró sola, lo hizo junto a su esposo, cuatro hijas y un hijo. Son una familia campesina del territorio maya Q’eqchi’, en Guatemala, y tuvieron que dejar el campo porque un grupo criminal quería raptar a las adolescentes.
—Pues me gustaría que ellas estudiaran y que tuvieran la dicha de defenderse ellas solas —dice “Malu”—. De que yo no tuve esa oportunidad de estudiar, que ellas las tengan.
De un día para otro, dejaron de sembrar la milpa, hacer tamales, cuidar animales. No sólo eso: a la familia entera le quitaron la posibilidad de hablar su lengua materna en comunidad. Ahora quieren irse lo más lejos posible, quizá no a Estados Unidos, pero sí al norte de México, para dejar atrás la violencia criminal que les acecha.
Fila (comedora Nkä’äymyujkëmë) y “Malu” comparten algunas vivencias: la orfandad en sus infancias, el desplazamiento forzado, el amor por las hijas o sobrinas, la visión del mundo desde sus lenguas.
—La lengua es lo que nos permite mirar al mundo de una manera distinta, una lengua es donde la mayoría de las interacciones con los ríos, montañas, la tierra y donde las relaciones humanas no están basadas específicamente en el género, como lo concebimos en español —menciona Fila—. A partir de la lengua es donde concebimos y logramos interactuar en una comunidad, de manera autónoma, de manera comunitaria, pues la vida es así.
Desde los 7 años, Fila enfrentó la orfandad y violaciones sexuales en la infancia. Migró a la ciudad de Oaxaca para estudiar Ciencias de la Educación con la idea de ‘superarse’, pero el hambre que observó en las calles de la capital oaxaqueña le llevó a elegir el trabajo comunitario y cocinar para cuidar la vida de otras personas, antes que conseguir un trabajo asalariado.
“En América Latina, las ollas comunitarias o comedores comunitarios, han tenido un papel fundamental en la subsistencia de las comunidades” afirma Paloma Villagomez. “Yo creo que el trasfondo de los pueblos originarios, que tienen una visión mucho más colectiva de la alimentación, ha favorecido que ese sea el tipo de respuestas de las comunidades hacia las necesidades de alimentación de sus propios miembros”.
Si alguien ha alimentado a los miembros de su comunidad es “Malu”, ya sea en la milpa, en el fogón de lo que era su casa o en el Hogar-Refugio. Desde su paso por Tenosique, recuerda lo que dejó atrás.
—La milpa ya estaba por echar elotillos, tenía elotes tiernos ya. Sembrábamos frijoles, maíz y ayotes grandes, de esos grandes con forma de calabaza pero más grandes.
Toda la cosecha la usaban para su consumo o para hacer trueque. Solían sentarse cerca del fogón, comer sus tamales y platicar en maya q’eqchi’. No pasaban hambre en su casa ni pasan hambre en “la 72”, pero en lo que les queda de camino, la familia no tiene garantizado el acceso a alimentos seguros, nutritivos y en cantidad suficiente.
Fila constantemente escribe en su facebook, muchas veces lo hace sobre el derecho a la alimentación. Hace tres meses contó que alguien le preguntó si en el idioma ayuujk existe una palabra o frase que diga “muerto de hambre”. Fila le contestó que no. Remató en su publicación: “al menos yo no logro dimensionar cómo puede existir algo así en castellano”.
En la comedora Nkä’äymyujkëmë, en la cocina de Amanda Quip y en los fogones de ‘‘La 72’’ hay una lumbre que nunca se apaga. El fuego con el que cotidianamente preparan comida para alimentar los estómagos de las personas en tránsito, es una muestra clara de que los comedores comunitarios autónomos han sido una medida efectiva para hacer frente al hambre en un país que no garantiza el derecho a la alimentación digna de la población migrante.
Pese a la criminalización por parte de las autoridades y, a veces, de sus propios vecinos, quienes sostienen las cocinas comunitarias tienen claro que la vida de miles de mujeres, infantes, adolescentes, sexodiscidencias y hombres desplazados importa.
Fila y una persona voluntaria de la comedora se preguntan cómo preparar el arroz que compartirán con las personas migrantes. Crédito: Metztli Molina Olmos
Este trabajo se realizó como parte de la primera convocatoria “Datos Para Mirar Otras Narrativas”, un llamado de @Datacritica para contar historias sobre temas de género y diversidad sexual con perspectiva interseccional. La convocatoria fue posible gracias al apoyo de Numun Fund.
Créditos
Edición: Patricia Curiel / Data Crítica
Análisis y visualización de datos: Naomi Morato / Data Crítica
Mentoría en análisis y visualización de datos: Gibran Mena / Data Crítica